Paisaje

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1 feb 2011

APRENDER DE LOS ERRORES.

No es lo mismo errar que fracasar. Los fallos, si lo encaramos con ánimo constructivo, forman parte de nuestro aprendizaje. En realidad, el verdadero fracaso en nuestro crecimiento personal sería evitar construir nuevos proyectos por miedo a equivocarse. Encerrarse en un mundo aparentemente seguro no es el mejor camino para evolucionar.




Está claro que el fracaso tiene que ver con un resultado. Es uno de los modos en que llamamos a un resultado desfavorable cualquiera que sea la empresa que nos hayamos propuesto. Dicho de otro modo, decimos que hemos fracasado cuando las cosas no suceden como habíamos deseado o planeado. Por eso, el fracaso o el éxito de un proyecto no depende solo de nosotros. Hay una infinidad de factores que influyen en un resultado final y que no están bajo nuestro control: el azar, la voluntad de otras personas o las condiciones que impone el contexto. La pretensión de controlar el resultado final de algo es una pretensión de omnipotencia, la cual, por supuesto y afortunadamente, está fuera de nuestro alcance. 

En cambio, cuando hablamos de un error, no nos referimos al resultado final, sino al proceso. Un error es una acción que, a posterior -es decir, después del hecho-, consideramos inadecuada para el fin que se pretendía. De esta concepción se desprenden varias consecuencias importantes.

MÁS ALLÁ DEL RESULTADO.

La primera de estas consecuencias es que el resultado final de una situación es, hasta cierto punto, independientemente de que hayamos o no cometido errores en el proceso. Es muy posible que no haya habido equivocación alguna y, sin embargo, el resultado no sea el que esperábamos, porque existen otros factores que influyen en ello.

También es posible que cometer un error acabe trayendo un resultado favorable: vaya como ejemplo el del jugador de fútbol que intenta enviar un centro y, por errar el pase, termina colocando el balón en un ángulo... ¡Golazo! Seguramente, ir puliendo nuestros errores mejora nuestras oportunidades de obtener lo que deseamos, pero el valor de aprender de los errores va más allá de cuánto mejore nuestra posibilidad de tener éxito. Su verdadero valor está en que, aun cuando sigamos sin conseguir nuestro objetivo, si nos ocupamos de revisar críticamente nuestro modo de actuar, estaremos creciendo como personas.

SUPERAR LOS LÍMITES.

Errar, equivocarse, es el único modo de expandir nuestras fronteras, de alcanzar nuevos lugares y adquirir nuevas habilidades. Si no nos atrevemos a equivocarnos, continuaremos viviendo siempre en un mundo demasiado pequeño; seguro, pero pequeño.

La segunda consecuencia de este modo de entender los errores es que, dado que hemos dicho que son producto de una acción y que tienen que ver con el proceso, implican una decisión previa de nuestra parte... y eso nos hace responsable de ellos.

Cuando existe un error, estamos absolutamente involucrados; se trata de algo que depende de nosotros. El éxito o el fracaso son cosas que nos suceden. El error o el acierto, por el contrario, es algo que producimos. Esto no significa que podamos evitar siempre los errores sino, tan solo, que allí está el punto del que podemos hacernos cargo, la parte que nos corresponde en lo que ocurrido. Este es el primer paso en la tarea del aprendizaje: reconocer el error, reconocer que somos nosotros quienes hemos errado y aceptar la responsabilidad por ello.

Como ya hemos dicho, no podemos dar cuenta de un resultado determinado pero, por nuestros errores, podemos-y debemos- responder. ¿Qué implica responder? Pues, en mi opinión, implica estar dispuesto a comprender qué es lo que pasó, en base a qué tomamos la decisión que tomamos, comprobar las consecuencias del error y repararlas en la medida de lo posible.

Una tercera consecuencia de la definición que dábamos más arriba es que un error se evidencia siempre a posteriori. Vale decir: siempre nos damos cuenta de un error cuando ya está hecho. Se entiende que si hubiéramos sabido de antemano que estábamos equivocándonos, lo hubiéramos hechos de otra manera completamente diferente.

Todos hacemos siempre lo que creemos que es mejor. Esto es evidente y, sin embargo, cuántas veces nos recriminamos: "Tendría que haberlo sabido; cómo pude ser tan estúpido; debería haber hecho...". Nos tratamos a nosotros injustamente, juzgándonos a la luz del os que sabemos después de que las cosas se desarrollen. Olvidamos que, en el momento de tomar la decisión, no había modo de contar con esa información y subestimamos las condiciones que nos rodeaban en aquel momento.

Así, acabamos no haciendo otra cosa que recriminarnos a nosotros mismos y atormentarnos con lo que "hicimos mal".

Esta actitud, lejos de contribuir a nuestro crecimiento, nos deja estancados en la anécdota. Pero, por el contrario, podemos utilizar el conocimiento que adquirimos con la experiencia atravesada para identificar aquellos puntos en los que hubiéramos actuado de otra forma. Esta es una etapa crucial para aprender de nuestros errores.

UNA NUEVA COMPRENSIÓN.

Como un arquitecto que examina un plano, tendremos que inspeccionar aquellos puntos donde lo que hemos trazado no se sostiene. La pregunta más importante que debemos hacernos para poder crear una nueva estrategia es: "¿Qué creo ahora sobre esto?". Esta pregunta engloba otras más puntuales como: "¿Qué factores que antes no había tenido en cuenta he descubierto? ¿Con qué habilidades o limitaciones propias me he encontrado? ¿Ha cambiado la dirección en la que deseo ir a partir de este error?".

Una vez nos hayamos tomado tiempo para contestar esta serie de preguntas, será cuestión de pensar qué conducta sería coherente con estas ideas y cómo ponerla en práctica. Si, a partir de nuestros errores, conseguimos desarrollar nuevos modos de entender lo que nos ocurre, estaremos expandiendo nuestros horizontes.

Para visualizar un poco mejor los distintos pasos que conlleva el proceso del aprendizaje a partir de un error, analizaremos una pequeña situación con sus distintas etapas. Hace algún tiempo, vino a consultarme un joven, a quien llamaré Juan, con un problema muy puntual: no conseguía mantener un empleo durante más de dos o tres meses. Esto se había repetido varias veces en el último año antes de que decidiera consultar a un profesional. Después de que le despidieran de los primeros empleos, estaba enfurecido con los respectivos jefes: eran injustos, incoherentes y soberbios.

HACERSE RESPONSABLE.

Después, cuando continuó ocurriéndole lo mismo, una y otra vez, Juan comenzó a pensar que debía de haber algo que estaba haciendo mal. Ese fue el primer paso de cambio: reconocer que había un error propio.

Juan pasó algún tiempo tratando de descubrir qué era eso que hacía mal, pero no lo consiguió y fue entonces cuando decidió consultar. Aquí podríamos identificar el segundo paso: hacerse responsable de su error. Dado que el error era suyo, debía ponerse en movimiento para resolver la situación.

Había comprobado que obrar del mismo modo que siempre no daba resultado y sabía que esperar pasivamente tampoco funcionaría. Juan estaba dispuesto a dedicar algún tiempo, dinero y compromiso a ello. Comenzar una terapia fue su modo de hacerse responsable de la situación.

Después de que Juan me hubo contado lo que lo ocurría, dedicamos varias consultas a revisar e investigar qué sucedía en esos empleos para que Juan acabase, invariablemente, siendo despedido.

Durante estos encuentros yo alentaba a Juan a ser lo más detallista que pudiese en cuanto a cómo se habían desarrollando las cosas y hallamos una especie de patrón. En general, sucedía que Juan conseguía el puesto con bastante facilidad y durante las dos primeras semanas todo parecía marchar bien. Luego, se producía un periodo de cierta incongruencia en la que se le hacían demandas que no correspondían con su función -ir a comprar el almuerzo y otras de ese estilo-- Hasta que, de forma más o menos brusca, sus jefes dejaban de saludarle, se mostraban cortantes con él y lo reprendían por pequeñas faltas frente a lo que Juan se resentía. Finalmente acababan por despedirle sin explicaciones.

Este proceso corresponde a una etapa que se podría denominar "investigar las condiciones del error". Para Juan esa comprensión llegó cuando, en una sesión, me comentó que le preguntó a uno de sus jefes: "¿Cómo estás? ¿Qué tal ha ido el día?.

Le pregunté, entonces, si siempre trataba con tanta informalidad a sus superiores. Su primera reacción fue enfadarse, argumentando que todos éramos personas y que él solo trataba de ser agradable. Pero, tras un momento de silencio, comprendió que allí estaba la clave que explicaba lo que ocurría: por su simpatía conseguía los puestos fácilmente y era agradable al principio. Pero, luego, su informalidad hacía que le hicieran encargos extraños y todo era interpretado como una falta de respeto a la autoridad.

Una vez Juan comprendió esto, fue importante aclarar que esta conducta estaba motivada por su idea de que "todos somos personas", pasando por alto la cuestión de que había roles diferentes en distintos espacios. Esta es para mí una cuestión muy importante, la de revisar las ideas previas que sostienen la conducta errónea.

TRANSFORMACIÓN Y CRECIMIENTO.

Una vez hecho esto y basado en su nueva idea de los roles, Juan pudo decidir en qué espacio comportarse con más naturalidad y en qué espacio ser más cuidadoso. Así, esa informalidad fue transformándose en algo que Juan dio a llamar "cordialidad" y que servía a los mismos propósitos, pero sin las complicaciones anteriores.

Juan consiguió, después, mantener un empleo hasta conseguir uno mejor. Pero más importante fue que comenzó a revisar su relación con la autoridad, lo que le traía problemas en varios aspectos de su vida. Su aprendizaje a partir de un error, más allá del resultado, redundó en un crecimiento.

RECUPERAR EL VALOR DEL PLACER.

Hemos perdido la capacidad de conectar con los sentidos, transformando el placer en una idea de lo que vamos a sentir. Así, impactados con la foto de una isla exótica, programamos un viaje y, cuando al fin estamos allí, nos quedamos anclados en las incomodidades, en vez de disfrutar. Atreverse a probar los pequeños placeres como algo único nos permitirá vivir con mayor conciencia e intensidad.




No ha estado mal". Esta era la frase favorita de Adriana. Un día, al poco tiempo de comenzar su terapia, le pregunté: "Adriana, ¿por qué siempre dices "no ha estado mal" y nunca contestas "ha estado muy bien"?". Se quedó paralizada y, cuando pudo recuperarse, aseguró: "Jamás me había dado cuenta de que hablo así, pero, es verdad, nunca digo que algo ha estado bien o muy bien. Y lo peor es que hablo de esta manera porque lo siento así".

A partir de ese momento, Adriana comenzó a darse cuenta de que había perdido la capacidad de sentir un auténtico placer con las cosas que hacía y que, en consecuencia, su vida transitaba por un camino tibio y anodino, donde nada estaba mal, pero tampoco tenía la capacidad de disfrutar del bienestar.

UNA CAPACIDAD ESTIGMATIZADA.

Esto que le pasaba a Adriana, los terapeutas lo vemos con demasiada frecuencia como para tomarlo como un  hecho aislado y, precisamente, es esta reiteración lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Qué nos ocurre a todos con la capacidad de sentir placer? La búsqueda del placer tiene muy mala prensa en nuestra cultura; de hecho, a los que persiguen el disfrute se los tilda de ser seres frívolos que van detrás de un hedonismo superficial y pasajero. Pero ¿es cierta esta afirmación? Yo creo rotundamente que no. No lo es. 

Charles Darwin plantea en su maravillosa teoría evolutiva de las especies que las emociones y sensaciones, por perturbadoras que parezcan, han sido absolutamente valiosas y han tenido una incuestionable razón de ser en un determinado momento evolutivo; es decir, que nuestro miedo, nuestra agresividad o nuestro sentido de posesión han resultado de extrema utilidad en nuestra lucha por la supervivencia y, aún hoy, nos son de ayuda en determinadas situaciones si hacemos de ellas un uso adecuado.

EL ORIGEN DEL DESPRESTIGIO.

Este principio es aplicable a todas nuestras sensaciones y emociones. O, dicho de otra manera,   todas nuestras emociones y sensaciones han estado diseñadas con un fin, y prescindir de ellas no es bueno. El placer no se escapa de esta regla y también tiene su finalidad, que veremos más adelante, después de comprender dónde está el origen de su desprestigio. 

Entonces, ¿cuándo adquirió el placer su mala fama? Todo comenzó, aunque parezca increíble, por un principio económico. Resumiéndolo, podríamos enunciarlo más o menos así: tenemos que asegurarnos de que el hijo que va a nacer, y que será nuestro sucesor, es nuestro; por lo tanto, a la mujer que está a nuestro lado tenemos que restringirle la sexualidad. ¿Cómo lo hacemos? Con una censura interna mayor que la censura social: condenando el placer. Así es que toda esta historia empezó al darle carga de pecaminoso al placer sexual y, desde allí, se hizo extensiva a todas las demás formas de placer.

Tengamos en cuenta, además, que nosotros pertenecemos a una matriz cultural judeocristiana, monoteísta, con un único dios -supuestamente hombre y, desde lo literal, aparentemente asexuado-. Esta concepción religiosa marca una pauta cultural sexual muy rígida, comparada, por ejemplo, con la de la Grecia clásica, cuya religión estaba poblada de dioses y diosas que amaban, gozaban, se vengaban y odiaban. Dioses que, emocionalmente, se parecían mucho a nuestra humanidad. A partir de esta matriz cultural, ha existido una prohibición muy clara, no tanto hacia el sexo, porque este es necesario para la procreación, pero sí hacia la obtención de placer.

LAS PRIMERAS TRANSGRESORAS.

De hecho, las primeras pecadoras de la historia fueron Eva y Lilit, porque transgredieron las normas en pos del placer, y así lo expresa la Biblia. El libro del Génesis, en su capítulo 1, dice: "Y Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó".

A continuación, la Biblia cuenta que Dios pensó que no era bueno que el hombre estuviera solo y, por lo tanto, sumió a Adán en un profundo sueño, y dice: "De la costilla que Dios tomó del hombre, hizo una mujer y la trajo al hombre". A esta contradicción bíblica, el cristianismo no hace referencia -hay una pequeña mención en Isaías-, pero la tradición talmúdica sí lo plantea y lo hace de la siguiente manera: existió una primera mujer antes que Eva, que fue Lilit, creada al mismo tiempo que Adán y de la misma arcilla. Lilit era una mujer independiente, sexualmente activa, rebelde y segura, que se consideraba en absoluta igualdad con Adán; por lo tanto, se negó a mirarlo desde abajo en el momento de la cópula y rechazó cualquier otra forma de sometimiento, planteándose así un fuerte conflicto.

EL PESO DE LA CULTURA.

Lilit, para resolverlo, invocó a Dios, quien le dio alas, que ella utilizó para huir de Adán y esconderse en el Mar Rojo. Ante la soledad de Adán, Dios le ordenó volver y la condenó a cuidar de todos los hijos nacidos. Ella se negó y prefirió morar con los demonios lascivos de la noche, viviendo en un mundo de placeres, antes que someterse. Por esto, fue anulado su verdadero origen de la historia y se la convirtió en un personaje demoníaco.

Entonces, Dios creó a Eva -la que todos conocemos- de la costilla de Adán, que fue expulsada del paraíso por desobedecer y no resistirse ante el deseo. Esta es la carga negativa, religiosa y cultural que pesa sobre el placer, estigmatizándolo y haciendo que se viva como un estado trasgresor y peligroso del cual debemos cuidarnos. Hemoss visto en qué medida nuestra cultura asocia el placer con el pecado. Es más, hsta no hace demasiados años, se consideraba que la verdadera virtud radicaba en el sufrimiento, que es lo mismo que decir que se encontraba en el polo opuesto del placer. Pero ¿para qué sirve el placer? ¿Tiene alguna utilidad, tal como planteaba Darwin? Desde luego que la tiene, y es, ni más ni menos, que ser -junto con las deseos- la gran fuente de motivación.

Por ejemplo, ¿qué nos mueve a hacer un viaje, a preparar una rica comida o a estudiar? Encontraremos que la respuesta está en el gusto de hacerlo o en el deseo que subyace detrás de lo que estos hechos nos pueden aportar. Visto así, el placer opera como motor en nuestra vida, que no es poco,. Pero, además, tiene una cualidad adicional y es que, mientras experimentamos sensaciones agradables, nos sentimos más plenos emocionalmente, lo cual contribuye a nuestro equilibrio físico y psíquico.

CONECTAR CON LA VIDA.

Reparemos en los niños. Ellos, que aún no están impregnados del condicionante social y cultural, experimentan gran cantidad de placer ante las cosas: el juego, la comida, las caricias, las cosquillas... la lista es interminable. ¡Qué fantástico sería poder disfrutar como cuando éramos niños! ¡Qué felices y sanos seríamos! 

Por otra parte, el placer mantiene vivo el erotismo, y este erotismo no solo lo desarrollamos desde el punto de vista sexual, sino desde nuestra conexión erótica con la vida, que es un concepto mucho más amplio y que tiene que ver con nuestra fuerza y alegría vital. Por lo tanto, de lo dicho nadie tiene dudas: desde algún rincón de nuestro ser, sabemos de la importancia del placer en nuestra vida y, sin embargo, no conseguimos experimentarlo. Esta quizá sea la mayor limitación de la edad adulta: la dificultad de conectar con el disfrute que nos rodea.

VIVIR EL MOMENTO.

Los adultos no tenemos inconvenientes en reconocer que buscamos la felicidad, pero nos avergüenza decir que anhelamos el placer. Quizá porque la búsqueda de la felicidad está vista como algo más espiritual y, por lo general, se realiza de manera inmediata, sino que hacemos cosas que, supuestamente, con el tiempo nos conducirá a la felicidad.

En cambio, en el placer actúa la inmediatez. Algo nos es placentero mientras lo hacemos. Absurdamente, hemos convertido el placer en un hecho más relacionado con nuestro intelecto que con nuestras sensaciones, tomándolo más como un producto de la idea de lo que vamos a sentir en un futuro que de lo que estamos sintiendo.

Nos resistimos a vivir el momento y, por lo tanto, no sabemos experimentar el disfrute, ya que este tiene una restricción importante: solo puede ser vivido en el aquí y ahora. Y es que el placer es sensorial, no intelectual.

ARTE TERAPÉUTICO

La expresión de emociones a través de la pintura o de los mandalas nos ayuda a conocernos mejor.




La terapia artística o arte-terapia se fundamenta en la expresión de sentimientos y emociones a través del proceso creativo, actuando como mediador entre el psicoterapeuta y el paciente.

El método del lienzo en blanco invita a la creación espontánea y deja en un segundo lugar las destrezas plásticas. Lo importante aquí es aprender a escuchar la voz interior y dejarse guiar por ella a la hora de crear. Posteriormente, el resultado pictórico se analiza de la misma manera en que son interpretados los sueños en el psicoanálisis.

Otra forma de expresión artística utilizada como terapia es la coloración de mandalas, círculos sagrados usados por el budismo y el hinduismo para representar el universo, la totalidad del ser o lo absoluto. Este tipo de trabajo -se pinta de diferentes colores y preferentemente  de fuera hacia dentro, en un círculo con diferentes motivos geométricos -permite a la persona entrar en un momento de relajación del ser. Esta práctica también puede acercar a la memoria recuerdos olvidados en el subconsciente, como traumas de la infancia, haciendo posible abordarlos.

MAYOR AUTOESTIMA.

LA utilización del arte como terapia se remonta a mediados de los años cincuenta, cuando psiquiatras europeos fundaron la Sociedad Internacional de Psicopatología de la Expresión. El arte-terapia ha demostrado efectividad en el tratamiento de niños con dificultades de adaptación y aprendizaje, y en adultos con baja autoestima, desórdenes emocionales, estrés, ansiedad o adicciones, pues se trata de una excelente herramienta para trabajar la auto-aceptación.

TRATAR LA DEPRESIÓN

Este trastorno, uno de los más discapacitantes en la actualidad, tiene en la psicoterapia su mejor apoyo.




La depresión es un estado de ánimo caracterizado por un tono vital bajo, pesimista, infeliz y doloroso, persistente en el tiempo y en intensidad -en eso se diferencia de la tristeza- y que conduce a la persona a entender el presente y el futuro como situaciones imposibles de abordar.

La tendencia al ensimismamiento propia de este trastorno determina que la persona se cierre y se sienta incapacitada para realizar las tareas más sencillas y rutinarias, por lo que la vida cada vez le motiva menos. La dejadez personal, el empobrecimiento de los diálogos y las relaciones sociales, así como la irregularidad y la escasez libidinal, la inapetencia alimenticia o los desórdenes del sueño se unen a una forma depauperada de ver el mundo en la que no se vislumbra una salida.

Por otra parte, las reacciones psicosomáticas de la depresión. Así, pueden observarse mareos, vértigos, náuseas, sensación de nudo en el estómago, dificultad al tragar, estreñimiento, taquicardia e, incluso, hiperventilación.

EXÓGENA O ENDÓGENA.

La depresión puede considerarse exógena o reactiva cuando es generada a partir de un acontecimiento preocupante o doloroso. Por ejemplo, la muerte de un familiar, una ruptura sentimental, un despido laboral, dificultades afectivas... Es endógena -o depresión de proceso- cuando el origen del trastorno es desconocido y su aparición, más o menos abrupta.

En la depresión exógena, la psicoterapeuta, especialmente el enfoque cognitivo -conductual, combinada, en algunos casos necesarios, con medicación antidepresiva, suele dar resultados endógena. Para la depresión endógena, será sobre todo la prescripción farmacológica la que marcará el rumbo de partida terapéutica.

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