28 ene 2011

ATENDER A NUESTRO YO INTERIOR

Cuando desoyemos nuestros sentimientos y no encontramos sentido a lo que hacemos, el alma queda herida y, al final, acabamos enfermando. Volver a recuperar el bienestar pasa por dar un espacio a nuestras emociones, sin juzgarnos; por vivir de acuerdo a nuestros valores y por fortalecer con amor nuestras relaciones. Este es el camino que nos llevará a sentir, de nuevo, la alegría.




Hace ahora cinco siglos existió un médico piadoso, comprensivo, atento con sus pacientes y el mundo en el que vivían. Tenía la mente y el corazón abiertos y, ya en su época, fue un revolucionario de la medicina. Se llamaba Paracelso, había nacido en Suiza y afirmaba que "tan pronto como el hombre llega al conocimiento de sí mismo, no necesita ya ninguna ayuda ajena".

Según Paracelso, llegar al conocimiento de uno mismo implicaba ser consciente de los propios sentimientos, emociones, afectos, aspectos espirituales, pero también conocer el propio exterior, el lugar en el que uno vive y la gente que nos rodea. Paracelso extendía esta propuesta a los jóvenes médicos que acudían a formarse con él. "Presten atención a la región donde vive el paciente -les aconsejaba-, porque cada comarca es distinta: la tierra es diferente y también lo son las piedras, los vinos, el pan, la carne y todo lo que crece, prospera y se reproduce en una región determinada. Un médico debe ser biólogo, botánico, cosmógrafo y geógrafo".

Paracelso fue un médico del alma, al entender que cada persona es una parte única e irremplazable de un todo que nos contiene y en el que trascendemos. Y, al ser parte de ese todo, ni nuestra salud ni nuestra enfermedad pueden entenderse ajenas al mismo.

Según diferentes corrientes filosóficas -y más allá de lo religioso-, ese todo sería lo que llamamos espíritu. Este es como una gran idea, un vasto aliento, un infinito pensamiento que contiene a todos y a todo, y se expresa en el alma de cada uno. El espíritu es universal, mientras que el alma es individual. Nuestra alma es también lo que llamamos psiquis, aquello que anima el cuerpo y lo hace capaz de sentir, de experimentar y de expresarse. Podría decirse que la salud del alma es la salud del ser que cada uno es.

TÓXICOS QUE NOS ENFERMAN.

Lo que intoxica nuestra alma nos intoxica. El gran médico, psicólogo y pensador suizo Carl Gustav Jung, pionero de la psicología profunda, decía que no eran enfermedades mentales reales lo que llevaba a la mayoría de las personas a la consulta de los psicoterapeutas sino más bien el sufrimiento "por la insensatez y la futilidad de la vida". Otro grande de la psicología humanista, el vienés Viktor Frankl, sostenía algo muy parecido: nuestras depresiones no son habitualmente producto de un mal psíquico sino de una angustia del alma, la angustia existencial que nace cuando no descubrimos un sentido para nuestra vida.

Podría parecer entonces que la salud del alma es prioritaria. ¿Qué intoxica el alma y acaba por enfermarnos? El rabino y filósofo Harold Kushner nos da una clave: "Si preguntamos a la gente qué es más importante para ello, si ganar dinero o dedicarse a su familia, casi todos reponderán sin vacilar que anteponen la familia. Pero, muchas veces, si observamos cómo esas mismas personas emplean su tiempo, veremos que no viven de acuerdo con sus ideales".

No vivir de acuerdo con nuestros ideales y valores es, pues una de las primeras causas del dolor del alma. Para curar este dolor es necesario recordar que los auténticos valores nunca se expresan en lo material: tienen que ver con nosotros vínculos y con nuestras aspiraciones espirituales y afectivas. Pero, por encima de todo, ningún valor es verdadero si no nos vincula con nuestros semejantes. Si, por ejemplo, mencionamos como valores la sinceridad, la honestidad, la comprensión, la colaboración, la empatía, la responsabilidad y el amor, solamente podremos manifestarlos en relación con otras personas. Ninguno de esos valores lo sería si viviéramos solos en una isla desierta.


RECONOCER LOS CELOS.

Los celos y la envidia son otros factores que suelen envenenar el alma. Pero ocurre que nadie es celoso o envidioso por propia voluntad, así que no preservaremos nuestra salud psíquica solo por negarnos voluntariamente a vivir esos sentimientos. Lo que de verdad nos ayuda a desintoxicarnos es entrar sin miedo en las entrañas de los celos y de la envidia, no negarlos, tratar de comprender qué es lo que nos provoca esa inseguridad. Quizás esos sentimientos están allí precisamente para ayudarnos a desarrollar aspectos postergados o desvalorizados de nosotros mismos. Al desplegar esos atributos, estaremos más seguros y a gusto con el ser que somos, y menos pendientes de los que el otro tiene o es. La propia aceptación y la propia valoración de lo que somos fortalece la salud del alma.

LA AMBICIÓN Y LA CONFIANZA.

Del mismo modo, la ambición desbordada también conspira contra la salud psíquica y anímica. No es lo mismo tener un propósito y afanarse en llevarlo adelante que la voracidad por acumular poder, relaciones, dinero, bienes materiales... Cuando perdemos contacto con nuestros valores y nuestros afectos, también queda desenfocado nuestro registro de lo que ya tenemos. Es entonces cuando sentimos que nada nos alcanza o que podemos perder lo que tenemos.

Cuanto menos valiosa se sienta una persona, más desbordada suele ser su ambición, pues ha puesto el valor de sí misma antes en el tener que en el ser. Ayuda mucho a la salud del alma la confianza que podamos desarrollar en nuestros recursos. Y es bueno recordar que la confianza no se desarrolla porque la declamemos o la prometamos sino que necesita de acciones y de hechos concretos en los cuales manifestarle.

Puede que nos digamos: "Es que no lo hago porque no tengo confianza". Pero ¿cómo queremos adquirir confianza sin arriesgarnos, sin equivocarnos, sin saber, por propia experiencia, hasta dónde alcanzan nuestras habilidades, nuestros recursos y nuestro saber? El alma se fortalece cuando aprendemos a confiar aceptando la incertidumbre y avanzando cuidadosamente en ella.

DESEAR NO ES NECESITAR.

La confusión entre necesidades y deseos también es tóxica para el alma: mientras que las necesidades humanas son finitas, nuestros deseos son infinitos.
Así, necesitamos alimento, agua, aire, abrigo, techo, reconocimiento, afecto, relacionarnos con otras personas y oportunidades para desarrollar y manifestar nuestros recursos y capacidades. Cuando estar necesidades están atendidas, nos encontramos en armonía con nosotros mismos y con el mundo. Y si algo afectaba nuestra alma, esta se sana y esa salud echa raíces.

Los deseos, en cambio, operan al revés. A menudo no son más que "necesidades ilusorias". Tenemos necesidad de alimento, pero si nos empeñamos en que solo el caviar del Mar Negro clamará nuestro apetito, o en que tiene que ser tal sorbete o tal hamburguesa, hemos confundido deseo con necesidad. Y si nos empecinamos, es probable que la necesidad quede desatendida y que el deseo, a poco de cumplido, deje en nosotros un profundo vacío en el que pronto se instalará un nuevo deseo.

Una necesidad atendida nos permite estar mejor en el mundo. La función del deseo, en cambio, es simplemente esa: desear. Se agota en sí misma y genera nuevas urgencias. A menudo sentimos en el alma una suerte de dolor que se llama insatisfacción. El alma gime mientras corremos de deseo en deseo. Es importante recordar esto porque solemos estar rodeados de ofrecimientos y tentadoras "oportunidades" que nos hacen llegar quienes se especializan en crear deseos y disfrazarlos de necesidades. En el camino de sanear el alma, es muy útil preguntarse: ¿De veras lo necesito o solo lo deseo? ¿Mejorará mi vida interior, ensanchará mis horizontes afectivos y emocionales o solo me procurará satisfacción mientras lo consumo?


FORTALECER LOS VÍNCULOS.

El alma es mundana, quiere y necesita relacionarse con otras almas y nutrirse de ese encuentro, pues cuerpo y alma están consustanciados  de un modo íntimo y necesario. Hemos visto ya que el alma es esa porción única y exclusiva que se da en nosotros de esa vastedad llamada espíritu. Pero, para saberse única, irremplazable e irrepetible, necesita estar en contacto con otros.

Solo podemos comprobar que cada ser humano es único cuando existen vínculos. Así, la desvinculación, el egoísmo, el olvido del otro terminan por desnutrir nuestra alma, por enfermarla, y, con ello, enfermarnos. Si pensamos únicamente en nosotros, si vemos a los otros solo como herramientas que nos pueden ser útiles o que, de lo contrario, debemos apartar como quien quita un obstáculo, acaso ascendamos en algunas pirámides, pero lo haremos con un alma que se va quedando anémica, privada del contacto con una de sus principales fuentes de alimentación: las otras almas.

Cada vínculo en el que dos o más personas invierten tiempo, se escuchan, se miran, se acompañan en diferentes procesos y mantienen una sana interdependencia -es decir, cuando nadie se somete a nadie- acaba por convertirse en una relación que preserva la salud psíquica y contribuye al bienestar del alma.

Cuando actuamos de este modo en nuestras relaciones y cuando sentimos que hay correspondencia, se está creando una poderosa cadena sanadora del psiquismo. Los vínculos en los cuales las almas interactúan nos permiten sostenernos con solidez en los momentos tormentosos de la vida, que siempre existen. En cambio, cuando pretendemos vivir prescindiendo de los demás, esas mismas situaciones difíciles nos van a encontrar solos y débiles, no importa cuánto poder hayamos acariciado antes.

Johan Wolfgang von Goethe, el gran escritor alemán, pensó con profundidad en todo esto y de allí nació una obra clásica de la literatura universal. Se trata de Fausto, cuyo protagonista vende su alma al diablo ilusionado con las promesas de poder e inmortalidad que este le hace. Sin embargo, acaba por conocer la más profunda de las soledades, termina por sentirse aislado y ajeno a la especie humana, desesperado por el sinsentido.

UN CUIDADO INTEGRAL.

La experiencia del doctor Fausto, que así se llama el protagonista, nos recuerda que esa venta es el origen de un profundo desasosiego. No se trata de vender el alma a cambio de supuestos placeres o fugaces satisfacciones sino de conservarla, de cuidarla, de fortalecer su salud. Y la mejor manera de hacerlo es viviendo nuestra vida en cuerpo y alma, sin separarnos de ella, reconociéndola como componente esencial y motor de nuestro ser. La salud del alma no es ni más ni menos que nuestra propia salud en todo el sentido de la palabra. Es la salud de nuestra mente y de nuestro cuerpo, pues van juntos.


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